Suele decirse que la
ciencia económica nació, de manos de Adam Smith, como una reacción frente al
proteccionismo que representaba el pensamiento mercantilista dominante en la
época.
Se trata de un relato excesivamente simplificado (ni la ciencia
económica nace con Smith, ni el mercantilismo era única ni especialmente un
movimiento contra la libertad comercial), pero con un poso de verdad: uno de
los primeros grandes consensos que se alcanzaron en Economía fue el de las
bondades del libre comercio y el de los enormes perjuicios de los aranceles
sobre el conjunto de la sociedad. Por desgracia, la lección sigue siendo
insuficientemente aceptada por el grueso de una población que, de tanto en
tanto, vuelve a caer en veleidades proteccionistas: como si, en efecto, obligar
a las familias y a las empresas a comprar los caros y malos bienes de consumo y
de inversión fabricados por la industria nacional adoquinara nuestro camino
hacia la prosperidad (y no únicamente el camino a la prosperidad de aquellos
grupos de presión nacionales que son privilegiados por la protección arancelaria).
Afortunadamente, varios
economistas —Davide Furceri, Swarnali Hannan, Jonathan Ostry y Andrew Rose en
"Macroeconomic Consequences of Tariffs"— acaban de estimar
conservadoramente los efectos del proteccionismo usando como base de datos la
experiencia de 151 países distintos durante el período 1963-2014. Y los
resultados son concluyentes: los aranceles reducen el PIB, la productividad, el
empleo y la igualdad en aquellas sociedades que los implementan.
En particular, por cada
incremento de los aranceles de 3,6 puntos porcentuales se produce, al cabo de
cinco años, una caída de la productividad del 0,9% debido previsiblemente a las
ineficiencias competitivas que promueve en el interior de la economía (menor
competencia exterior, mayor oligopolización interior). Siendo la productividad
el determinante básico del PIB, el estudio también halla, no por casualidad,
una reducción del 0,4% en el mismo al cabo de ese lustro. Asimismo, y debido a
la relación entre crecimiento económico y el empleo, también se detecta un
aumento del paro de unas dos décimas y, nuevamente debido a las conexiones
entre desempleo y distribución de la renta, un aumento de la desigualdad
(medida por el índice Gini) de 0,15 puntos.
Tales perjuicios son
notablemente mayores en el caso de economías desarrolladas (y, por tanto, mucho
más especializadas e integradas en la división internacional del trabajo) que
en el de las economías en vías de desarrollo: específicamente, por cada aumento
de los aranceles de 3,6 puntos, el PIB de los países desarrollados se contrae
más de un 1% (frente a alrededor del 0,3% en los países en vías de desarrollo).
A su vez, los aranceles también resultan especialmente gravosos durante los
periodos de bonanza y no tanto durante las recesiones (puesto que, a corto
plazo, la protección arancelaria puede generar desviaciones de demanda que
movilicen los recursos ociosos internos de un país a costa de agravar, claro
está, las recesiones de sus socios comerciales). Es decir, los rearmes
arancelarios son marcadamente negativos en una coyuntura como la actual y para
algunas de las economías que ahora mismo están impulsando la presente
guerra/negociación comercial.
Así pues, podemos
afirmar que las intuiciones de los economistas clásicos, posteriormente
refrendadas por la práctica totalidad de la profesión, eran ciertas: los países
no se desarrollan aislándose del comercio global, sino que, por el contrario,
apartarse de la globalización solo contribuye a minar su capacidad de
crecimiento. Con aranceles, los consumidores locales salen perdiendo al verse
forzados a comprar mala mercancía nacional y, del mismo modo, los empresarios
locales salen perdiendo al verse forzados a abastecerse con malos inputs
nacionales (minando consecuentemente su competitividad global). En realidad,
los únicos ciertamente interesados en la protección exterior son aquellas
empresas nacionales que se saben incapaces de competir con sus rivales
extranjeros: es decir, aquellas que cabildean al poder político para que les
otorgue una subvención a costa de establecer un gravoso impuesto sobre el
desarrollo del resto de la economía. Robar a muchos para beneficiar a unos
pocos. Lo paradójico es que muchas personas de izquierdas avalen el
proteccionismo cuando, en el fondo, solo están defendiendo una política que
perjudica a las mayorías sociales para prebendar a los grupos empresariales
locales. Menos salarios, menos empleo y menos igualdad pero, eso sí, más
ganancias monopolísticas para el capitalista nacional amparado por el Estado.
Juan Ramón Rallo
@juanrallo
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