Ante la casi dantesca situación de agobio que viven
a diario los venezolanos, donde las colas permanentes para buscar alimentos,
medicinas y artículos de primera necesidad en general, pintan la realidad de un
paisaje propio, más bien, de un país
tercer mundista, cada vez más alejado de
lo que era la Venezuela de hace apenas dos décadas atrás, la única solución
posible parece un cambio de rumbo y, por
ende, de gobierno.
No creemos que nadie o casi nadie, ponga en duda
esa premisa. Más aún, cuando el régimen de Maduro lo que ha logrado, en estos
tres largos años de mandato, es
prolongar las políticas económico-sociales de Chávez, desconociendo que las
condiciones habían cambiado, y
acentuando una crisis que solo nos puede conducir a un profundo
despeñadero. Casi dos décadas de
socialismo chavista, han sido más que suficientes.
Ahora bien, ¿debemos esperar a que ese cambio se
produzca por causa naturales o le corresponde a
la Asamblea Nacional, bastión donde actualmente se concentra el poder
político de la oposición, actuar como un precipitante? he ahí el dilema, no
obstante, que la decisión ya esté tomada
y solo haya dudas estratégicas, para escoger entre una propuesta de enmienda
para recortar el mandato de Maduro, un referéndum revocatorio o, incluso, una
nueva constituyente.
En América Latina, la Constitución ha sido más un
instrumento político al servicio de causas personalistas, que una ley superior
sobre la que cimentar las estructuras del Estado y fundamentar sus
instituciones jurídicas y políticas. Dentro de los ejemplos más recientes
encontramos el de Ecuador a finales del año pasado, que eliminó la limitante de
una sola reelección, permitiendo con la reforma la reelección indefinida, pues
aun cuando se restringió su entrada en vigencia a partir del 24 de mayo del
2017, cuando supuestamente ya las elecciones presidenciales se deben haber
realizado, estamos seguros que si las circunstancias políticas le son
favorables, la continuidad de Correa en el cargo está asegurada.
Algo similar ocurrió en septiembre del año pasado
en Bolivia, donde la Asamblea Legislativa, por medio de una reforma insólita de
la Constitución del año 2009, le dio una nueva oportunidad de reelección a Evo
Morales, que le permitirá presentarse, por cuarta vez consecutiva, a las elecciones del 2019. Curioso es el caso
de Honduras donde en abril del 2015, fue derogada por su máximo tribunal, la
prohibición constitucional de reelección presidencial, seis años después de que
Manuel Zelaya fuera derrocado de la presidencia por intentar hacer lo mismo,
pero a través de un referéndum popular.
Todo esto, sin contar algunas tentaciones que quedaron en el aire,
como por ejemplo, la del presidente colombiano Álvaro Uribe, quien después de
agotar los dos periodos que le daba la reforma constitucional del 2004,
coqueteó con la idea de un tercer periodo que no estaba previsto en la carta
magna, o la de la señora Fernández de Kirchner, quien no obstante tenerlo
vedado por la Constitución de su país, estuvo un tiempo desojando la margarita
en el 2015, para decidir si se lanzaba o no a la aventura de un tercer periodo.
Ni que decir de Venezuela donde Chávez, con tan
solo unos meses en el poder, no reforma la Constitución de 1961, sino que, con
la ayuda de la Asamblea Constituyente de 1999, la sustituye por otra a su
imagen y semejanza, en la cual, no satisfecho con alargar el periodo
presidencial a seis años con posibilidad de reelección inmediata, por una única
vez, se da el lujo en el 2009, de enmendarla o reformarla, qué más da, después
de un primer intento fallido, y permitir así, con el favor del pueblo, su
reelección infinita que solo una temprana muerte impidió.
Demás está decir que todas estas reformas y
modificaciones constitucionales con el único propósito de perpetuarse en el
poder, se han dado en cada uno de esos países en un ambiente de consenso o
conveniencia política, donde el presidente de turno contaba con la ayuda o
visto bueno de su propia tolda política, de los poderes públicos como el poder
legislativo y el judicial, así como de
una buena o no tan mala posición en la mediciones de opinión. Si no
monopolizaban el poder, al menos, podían contabilizarlo a su favor, descartando
sin mucho riesgo, cualquier predisposición en contra de sus opositores, incluso
de los más acérrimos. Por eso fracasó, por ejemplo, la
intentona de reforma constitucional y reelección de Zelaya, o se enfriaron las
posibilidades de una nueva presidencia en los casos de Uribe y de la
señora Kirchner.
Igualmente, sin reforma constitucional alguna,
aunque por motivos y circunstancias parecidas, pero utilizando otros
mecanismos, tuvo éxito, en Venezuela, la defenestración de Carlos Andrés Pérez
en 1993 o la del presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, más recientemente,
en septiembre del 2015.
En conclusión, que así como hace falta, para llevar
a cabo una reforma constitucional que busque alargar el periodo presidencial,
contar con apoyos políticos en casi todos los niveles, incluidos votantes y
poderes públicos concomitantes, el mismo tipo de entendimientos y
colaboraciones son requeridos para enmendar una constitución que pretenda
reducir el tiempo de mandato de un presidente, enjuiciarlo por corrupción,
revocarlo a través de un referéndum o
hacerlo renunciar bajo presión.
Con un gobierno que pareciera buscar que lo echen,
quizás porque es la única salida que le permitiría victimizarse políticamente, las fórmulas
constitucionales no siempre actúan como pócimas mágicas, si de sacar a un
presidente se trata. Menos todavía, del
presidente de un gobierno que mal que bien, domina aun el CNE, el TSJ y
el Poder Ciudadano, organismos cuya participación va a ser requerida, en un
procedimiento de enmienda como el que pretende iniciar la Asamblea Nacional,
tal como lo prevé la propia constitución a reformar.
Lo primero es siempre lo primero y quizás, por eso,
nos viene a la memoria aquel viejo
consejo que avisa sobre las consecuencias de poner el carro delante de los
bueyes.
Jose Luis Mendez
Xlmlf1@gmail.com
@Xlmlf1
España
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