sábado, 5 de diciembre de 2015

DARÍO ACEVEDO CARMONA, RAZONES PARA EL ESCEPTICISMO CON UNA PAZ IMPUNE, CASO COLOMBIA,

Acepté escribir estas notas para la revista FORO dedicada al tema de la paz, no para defender un punto de vista contra el ideal más estimado y deseado por la inmensa mayoría de los colombianos, la paz. Intentaré explicar, sin rebusques teórico-filosóficos, las razones de mi escepticismo con los términos que han dado fundamento al nuevo experimento de conversaciones con las FARC.
1. El error más grave cometido por el presidente Santos y su grupo de asesores en la materia, su hermano Enrique, Sergio Jaramillo y Frank Pearl, es haberle dado a la guerrilla la calidad de contraparte sin que ella lo mereciera desde el punto de vista de su poderío militar ni de su fuerza o respaldo político entre la población. En efecto, después de su gran ofensiva de fines del siglo pasado y comienzos del presente y de su opción por la guerra total con el saboteo a los diálogos del Caguán, las Farc han sufrido pérdidas fatales en todos los sentidos. Su núcleo histórico reducido a la mínima expresión, numerosos frentes desarticulados o fuera de combate, pérdida de dominio militar en regiones y zonas que antes controlaban ampliamente, deterioro de la confianza interna a raíz de delaciones por recompensas, una comunidad internacional francamente adversa que las condena y califica de terroristas, animadversión creciente de la población, incluida la más cercana a sus áreas de influencia y desmoralización y corrupción crecientes por su involucramiento con el narcotráfico, la recurrencia a acciones tenidas por delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra.
La única razón para que el Estado colombiano y el gobierno elegido con la bandera de la Seguridad Democrática cambiara su estrategia tenía que provenir de un gesto de las Farc con el claro sentido e intención de su voluntad de cesar unilateralmente sus acciones violentas y ataques a la Fuerza Pública y por ende su disposición a dejar y entregar las armas para reincorporarse a la vida civil. Buena parte de la opinión ilustrada de izquierda y liberal progresista aducen que tal condicionamiento representa una humillación a las guerrillas que ellas jamás aceptarán. Reitera el planteamiento de que existe un empate militar y que esa sola circunstancia obliga a que las partes se sienten en la mesa en términos de igualdad. Dejan de lado la alusión a experiencias positivas de negociación con guerrillas que si bien estaban en ciernes de su derrota definitiva, hubiesen podido mantener su actividad indefinida y crónicamente sin perspectivas de triunfo. No hubo humillación para el M-19 ni para la disidencia del ELN ni otras fuerzas que se desmovilizaron. Han hecho y hacen presencia en la política nacional y en los medios masivos, por lo que es desafortunada la opinión del Alto Comisionado para quien en Colombia “no ha habido un proceso de paz territorial”.
La idea de que existe un empate militar parte de considerar que en tanto el Estado colombiano no ha sido capaz de derrotar a las guerrillas, e inversamente estas no ha podido tomarse el poder, ha dado lugar a pensar que están en pie de igualdad. A un lado se deja la experiencia tangible de un Estado que ha demostrado capacidad de rehacerse y reformarse en sentido democrático, Constitución del 91, elección popular de alcaldes y gobernadores, acción de tutela, abolición del estado de sitio, eliminación del paramilitarismo, recuperación del monopolio de la fuerza y de las armas, etc. En cambio, las guerrillas actuales han derivado en acciones crecientes de vandalismo, en actividades de narcotráfico y en numerosos crímenes y terrorismo que desvirtuaron el carácter altruista con el que justificaban su alzamiento militar. En cincuenta años de lucha han fracasado estruendosamente en ganar el apoyo, el favor y la simpatía de los colombianos, por el contrario, sobre ellos recaen altísimos índices de desconfianza, miedo, crítica, rechazo y repudio.
De manera que el Estado colombiano, que es legítimo no obstante sus yerros, problemas y vacíos, no se puede igualar con una fuerza armada que perdió todo tipo de legitimidad y que además, hoy en día, no representa a ningún sector clave, importante o numeroso del pueblo que dice representar.
De la igualación indebida e injustificada, la guerrilla fariana asume posiciones que en vez de conducir a un desenlace honroso dilatan cualquier intento de salida negociada. Como en El Caguán, Caracas y Tlaxcala y como en Casaverde, exigen que la Agenda Nacional se discuta con ellos, que se debe cambiar el  modelo económico, refundar el estado, que ellos no son los únicos culpables del horror, que se debe desmilitarizar la sociedad y reducir el tamaño de la Fuerza Pública, que se debe conformar una Comisión de la Verdad a su medida.
La igualación deriva en que es improcedente la exigencia de dejación y entrega de armas, la petición de perdón, la imposición de penas de cárcel. Según su discurso y su actitud en la mesa de La Habana, deben ser reconocidos como un poder dual en condiciones de dialogar de tú a tú con el gobierno legítimo. Por eso es que no se observa cambio alguno en su retórica revolucionaria. Esto es algo que los negociadores y el presidente Santos olvidan o minimizan de modo irresponsable puesto que el discurso, querámoslo o no, revela intenciones y directrices para los seguidores y la opinión pública. Las Farc hacen parte  del Movimiento Continental Bolivariano que pretende acceder al poder en los países americanos por la vía electoral o la armada o a través de la combinación de ambas, como está consignado en declaraciones de sus eventos (Quito, febrero de 2008). Hacen parte, además, de la tendencia castro-comunista y piensan que el modelo de economía estatalizada implantado por Chávez, Evo, Ortega y Correa, es deseable para Colombia.
La igualación, por tanto, conduciría inexorablemente a una partición del poder, a la entrega de instituciones a la co-gestión, al replanteamiento de la Justicia y del ordenamiento jurídico interno, a compromisos de reformas que las Farc consideran imprescindibles sin tener que someterse a incertidumbres electorales. En suma, a lo que han llamado “la refundación del Estado”.
2. Por otra parte, encontramos serios problemas de concepción en el diseño de las bases políticas que sustentan la política negociadora del gobierno Santos. En efecto, si tenemos en cuenta el contenido de una conferencia pronunciada por el Alto Comisionado de Paz, el filósofo Sergio Jaramillo, en la Universidad Externado en mayo de 2013 en Bogotá, tenemos que el punto de partida es que el país está cansado de esta guerra, reconocimiento que al salir de una alta autoridad del estado demuestra debilidad ante un enemigo que nunca ha expresado agotamiento del camino de la lucha armada.
El Alto Comisionado para la Paz no hace referencias históricas, no entra en consideraciones críticas con la masa bibliográfica producida, no tiene en cuenta la correlación de fuerzas, por ejemplo, entre las razones que aduce para defender su propuesta negociadora ninguna se refiere al retroceso militar estratégico de las Farc en razón de la aplicación de la política de Seguridad Democrática.  Tampoco hace un diagnóstico sobre la descomposición moral de las guerrillas, ni alude a la situación de la región ni a la geopolítica castrochavista que considera a Colombia la joya de la corona en su proyecto de extender el socialismo del siglo veintiuno. Desconoce el papel de la Guerra Fría en el desatamiento de este conflicto y por tanto  de las consecuencias de que haya llegado a su fin.
En cambio, hace concesiones al discurso de la guerrilla sobre la deuda social histórica como razón de su levantamiento armado, al aceptar que para llegar a la “verdadera” paz es preciso realizar cambios sociales estructurales que pueden tardar unos diez años, que él denomina “período de transición”. De acuerdo con el contenido de su conferencia, en La Habana no se firmará la paz sino su comienzo: “Con la firma del Acuerdo Final –como acordamos en el Acuerdo General- comienza un proceso integral y simultáneo  de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las Farc…”(negrillas y subrayas mías). Es decir, no se debe esperar la dejación de armas en un acto sino en un proceso de diez años. Como quien dice, haciendo política, creando espacios para la fatal combinación de todas las formas de lucha. El propósito de estas conversaciones según Jaramillo, es iniciar una transformación de las regiones ya que se debe evitar el error histórico de “pensar que un proceso de paz se trata simplemente de la desmovilización de unos grupos, sin pensar en transformar los territorios, sin pensar en cambiar radicalmente las condiciones del territorio”. En medio de ese galimatías de “acordar” la firma de “acuerdos” para iniciar una transición hacia un “acuerdo” final, quedamos a merced de la incertidumbre. Es el precio de reconocer que las guerrillas representan las aspiraciones de transformación de la población y que con ellas se deben pactar transformaciones sociales profundas. Si eso no es reconocerles representación, ¿entonces qué es?
El problema más grave al que nos expone la idea de una transición es lo que expresa Jaramillo sin ningún pudor y con total ligereza: “Los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno…para lograr las metas de la transición.” Aquí se abre una puerta no ya a la incertidumbre sino al vacío. Pues, ¿Qué puede significar mecanismos de excepción? ¿Convocar una asamblea constituyente o un congresito? ¿Otorgar a las guerrillas la mitad o una altísima porción de cargos de elección popular en concejos, asambleas y congreso? ¿Nombrar guerrilleros como alcaldes, gobernadores y ministros? ¿Qué significa “medidas jurídicas” extraordinarias? ¿Saltarse las normas del derecho internacional humanitario en nombre de la paz? ¿Cero penas de prisión, amnistía general? ¿Qué quiere decir “instituciones nuevas”? ¿Acaso no tiene todo esto un olor a la idea de “refundar el estado” expresada por Iván Márquez en Oslo?
Las tesis del filósofo Jaramillo expresan una claudicación del Estado colombiano puesto que entrega elementos claves sin exigir lo mínimo que podía y debe exigir cualquier gobierno legítimo, a saber, cese de acciones bélicas y disposición a dejar y entregar las armas. Es inaudito que un alto funcionario gubernamental confiese que “es inaceptable” mantener este conflicto como si esa fuese una decisión del estado y no una imposición de las guerrillas, sin matizar, sin especificar a quién le ha ido peor y a quien mejor, y sin pensar que esa declaración, en cualquier mesa, supone una posición de inferioridad y le entrega a la contraparte razones para exhibirse indemne luego de la ofensiva estatal de la última década.
Tampoco se refiere al problema jurídico que debía ser tenido en cuenta en razón del respeto al orden interno y a las normas internacionales a las que nuestro país ha adherido y que obligatoriamente hacen parte de nuestra constitución.
La posición oficial inspirada en los planteamientos del filósofo causa confusión y desconfianza. Nos dice que en La Habana no se firmará la paz, porque la paz no es la simple firma de una declaración o el silenciamiento de las armas, ni, agrega con ironía, “entregar un taxi o una panadería” a los desmovilizados. Lo que allá se busca es firmar unas tareas y compromisos a realizar en un periodo llamado de TRANSICIÓN que durará unos diez años, durante el cual se acometerán esos compromisos trascendentales para alcanzar ahí sí la “verdadera paz”. No hay empacho ni pudor en usar el lenguaje de las guerrillas que han pretendido colocarle apellidos a la paz de tal forma que esta se alcanzaría al cabo de siglos y no de un decenio. La paz se alcanzaría solo cuando estén resueltos los grandes problemas sociales, económicos y políticos del país, entonces ahí “sobraran las armas” como dicen en sus comunicados. Una concesión gratuita y peligrosa no porque aluda a la justicia social por la que hay que luchar desde la civilidad y en paz, sino porque terminamos dándole la razón al levantamiento armado contra una democracia, a un proyecto que hunde sus raíces políticas en la teoría comunista y como si ese proyecto hubiese sido acogido por las amplias masas populares. Sería reconocer que no fracasaron, que tenían la razón, que no cometieron crímenes inenarrables.
Cuando el presidente de la república va a la ONU a pedir comprensión con el fuero interno del país, para que se nos deje hacer la paz a nuestra manera y se entrevista con la Fiscal de la CPI para pedir tolerancia con unas propuestas de impunidad judicial, uno se ve obligado a pensar que desde ya se le están haciendo mandados a las Farc y al ELN, para que puedan avenirse a la paz con impunidad. Y cuando el presidente pretende, violando preceptos constitucionales, impulsar un referendo en fecha similar a los de elección de cuerpos colegiados, para favorecer de paso sus aspiraciones reeleccionistas y las de su alianza, y el Fiscal Montealegre relativiza las normas internacionales y que es viable la excarcelación y elegibilidad política de comandantes guerrilleros incursos en delitos de lesa humanidad, entonces, cae uno en la cuenta de que las palabras de Jaramillo están siendo seguidas desde ya y con mucha firmeza por parte del Ejecutivo, es decir, ya estamos en presencia de las “medidas extraordinarias”, o sea, inconstitucionales, para legitimar lo ilegitimable.
Hay muchas más razones de orden casuístico, del día a día, que alimentan el escepticismo de la población con un proceso en el que se aprecia la repetición de una película ya vista y revista. Una historia de enredos, de dislates, de dilación, de engaños, de aprovechamientos, de exigencias imposibles o improcedentes, con las que la opinión pública entiende, quiéralo o no el gobierno, que el estado se humilló, esta vez sin necesidad, y que la guerrilla aprovecha para rehacer sus fuerzas, restablecer redes, contactos, hacer la conferencia nacional más prolongada de los últimos diez años, lavar su imagen ante el mundo y volver, tozudamente, a las andanzas de siempre en nombre de un proyecto anacrónico.
A quienes vemos con escepticismo esta obra de teatro del absurdo se nos tilda, burda y maliciosamente de guerreristas. El buen lector, el fino observador de la vida nacional sabe que no estamos llamando a la guerra ni al exterminio de los guerrilleros ni a su humillación. La experiencia de fuertes guerrillas de El Salvador y Guatemala, que negociaron reconociendo la supremacía de sus estados es posible replicarla en Colombia. Pienso que los colombianos estamos maduros para una paz sensata, sin impunidad, dispuesta a aceptar los términos generosos de la Justicia Transicional. Una paz en la que el Estado y el gobierno de turno, legitimados en las urnas emerjan victoriosos en tanto se mantenga incólume la constitución de 1991 y, las reformas sociales que se requieren para alcanzar mayores niveles de equidad y justicia se tramiten por vías institucionales como procede en cualquier democracia.
Pienso que la intelectualidad ilustrada y las distintas fuerzas de izquierda deben cesar en ese ejercicio inocuo de brindar explicaciones sociológicas a un proyecto que no se las merece y que es lógico y razonable que les retiren todo apoyo y simpatía a quienes, en el fondo, son los responsables del fracaso de la izquierda decente, democrática y moderada.

Ruben Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc

Colombia

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