Acepté escribir estas notas
para la revista FORO dedicada al tema de la paz, no para defender un punto de
vista contra el ideal más estimado y deseado por la inmensa mayoría de los
colombianos, la paz. Intentaré explicar, sin rebusques teórico-filosóficos, las
razones de mi escepticismo con los términos que han dado fundamento al nuevo
experimento de conversaciones con las FARC.
1. El error más grave cometido
por el presidente Santos y su grupo de asesores en la materia, su hermano
Enrique, Sergio Jaramillo y Frank Pearl, es haberle dado a la guerrilla la
calidad de contraparte sin que ella lo mereciera desde el punto de vista de su
poderío militar ni de su fuerza o respaldo político entre la población. En
efecto, después de su gran ofensiva de fines del siglo pasado y comienzos del
presente y de su opción por la guerra total con el saboteo a los diálogos del
Caguán, las Farc han sufrido pérdidas fatales en todos los sentidos. Su núcleo
histórico reducido a la mínima expresión, numerosos frentes desarticulados o
fuera de combate, pérdida de dominio militar en regiones y zonas que antes
controlaban ampliamente, deterioro de la confianza interna a raíz de delaciones
por recompensas, una comunidad internacional francamente adversa que las
condena y califica de terroristas, animadversión creciente de la población,
incluida la más cercana a sus áreas de influencia y desmoralización y
corrupción crecientes por su involucramiento con el narcotráfico, la
recurrencia a acciones tenidas por delitos de lesa humanidad y crímenes de
guerra.
La única razón para que el
Estado colombiano y el gobierno elegido con la bandera de la Seguridad
Democrática cambiara su estrategia tenía que provenir de un gesto de las Farc
con el claro sentido e intención de su voluntad de cesar unilateralmente sus
acciones violentas y ataques a la Fuerza Pública y por ende su disposición a
dejar y entregar las armas para reincorporarse a la vida civil. Buena parte de la
opinión ilustrada de izquierda y liberal progresista aducen que tal
condicionamiento representa una humillación a las guerrillas que ellas jamás
aceptarán. Reitera el planteamiento de que existe un empate militar y que esa
sola circunstancia obliga a que las partes se sienten en la mesa en términos de
igualdad. Dejan de lado la alusión a experiencias positivas de negociación con
guerrillas que si bien estaban en ciernes de su derrota definitiva, hubiesen
podido mantener su actividad indefinida y crónicamente sin perspectivas de
triunfo. No hubo humillación para el M-19 ni para la disidencia del ELN ni
otras fuerzas que se desmovilizaron. Han hecho y hacen presencia en la política
nacional y en los medios masivos, por lo que es desafortunada la opinión del Alto
Comisionado para quien en Colombia “no ha habido un proceso de paz
territorial”.
La idea de que existe un empate
militar parte de considerar que en tanto el Estado colombiano no ha sido capaz
de derrotar a las guerrillas, e inversamente estas no ha podido tomarse el
poder, ha dado lugar a pensar que están en pie de igualdad. A un lado se deja
la experiencia tangible de un Estado que ha demostrado capacidad de rehacerse y
reformarse en sentido democrático, Constitución del 91, elección popular de
alcaldes y gobernadores, acción de tutela, abolición del estado de sitio,
eliminación del paramilitarismo, recuperación del monopolio de la fuerza y de
las armas, etc. En cambio, las guerrillas actuales han derivado en acciones
crecientes de vandalismo, en actividades de narcotráfico y en numerosos
crímenes y terrorismo que desvirtuaron el carácter altruista con el que
justificaban su alzamiento militar. En cincuenta años de lucha han fracasado
estruendosamente en ganar el apoyo, el favor y la simpatía de los colombianos,
por el contrario, sobre ellos recaen altísimos índices de desconfianza, miedo,
crítica, rechazo y repudio.
De manera que el Estado
colombiano, que es legítimo no obstante sus yerros, problemas y vacíos, no se
puede igualar con una fuerza armada que perdió todo tipo de legitimidad y que
además, hoy en día, no representa a ningún sector clave, importante o numeroso
del pueblo que dice representar.
De la igualación indebida e
injustificada, la guerrilla fariana asume posiciones que en vez de conducir a
un desenlace honroso dilatan cualquier intento de salida negociada. Como en El
Caguán, Caracas y Tlaxcala y como en Casaverde, exigen que la Agenda Nacional
se discuta con ellos, que se debe cambiar el
modelo económico, refundar el estado, que ellos no son los únicos
culpables del horror, que se debe desmilitarizar la sociedad y reducir el
tamaño de la Fuerza Pública, que se debe conformar una Comisión de la Verdad a
su medida.
La igualación deriva en que es
improcedente la exigencia de dejación y entrega de armas, la petición de
perdón, la imposición de penas de cárcel. Según su discurso y su actitud en la
mesa de La Habana, deben ser reconocidos como un poder dual en condiciones de
dialogar de tú a tú con el gobierno legítimo. Por eso es que no se observa
cambio alguno en su retórica revolucionaria. Esto es algo que los negociadores
y el presidente Santos olvidan o minimizan de modo irresponsable puesto que el
discurso, querámoslo o no, revela intenciones y directrices para los seguidores
y la opinión pública. Las Farc hacen parte
del Movimiento Continental Bolivariano que pretende acceder al poder en
los países americanos por la vía electoral o la armada o a través de la
combinación de ambas, como está consignado en declaraciones de sus eventos
(Quito, febrero de 2008). Hacen parte, además, de la tendencia castro-comunista
y piensan que el modelo de economía estatalizada implantado por Chávez, Evo,
Ortega y Correa, es deseable para Colombia.
La igualación, por tanto,
conduciría inexorablemente a una partición del poder, a la entrega de
instituciones a la co-gestión, al replanteamiento de la Justicia y del
ordenamiento jurídico interno, a compromisos de reformas que las Farc
consideran imprescindibles sin tener que someterse a incertidumbres electorales.
En suma, a lo que han llamado “la refundación del Estado”.
2. Por otra parte, encontramos
serios problemas de concepción en el diseño de las bases políticas que
sustentan la política negociadora del gobierno Santos. En efecto, si tenemos en
cuenta el contenido de una conferencia pronunciada por el Alto Comisionado de
Paz, el filósofo Sergio Jaramillo, en la Universidad Externado en mayo de 2013
en Bogotá, tenemos que el punto de partida es que el país está cansado de esta
guerra, reconocimiento que al salir de una alta autoridad del estado demuestra
debilidad ante un enemigo que nunca ha expresado agotamiento del camino de la
lucha armada.
El Alto Comisionado para la Paz
no hace referencias históricas, no entra en consideraciones críticas con la
masa bibliográfica producida, no tiene en cuenta la correlación de fuerzas, por
ejemplo, entre las razones que aduce para defender su propuesta negociadora
ninguna se refiere al retroceso militar estratégico de las Farc en razón de la
aplicación de la política de Seguridad Democrática. Tampoco hace un diagnóstico sobre la
descomposición moral de las guerrillas, ni alude a la situación de la región ni
a la geopolítica castrochavista que considera a Colombia la joya de la corona en
su proyecto de extender el socialismo del siglo veintiuno. Desconoce el papel
de la Guerra Fría en el desatamiento de este conflicto y por tanto de las consecuencias de que haya llegado a su
fin.
En cambio, hace concesiones al
discurso de la guerrilla sobre la deuda social histórica como razón de su
levantamiento armado, al aceptar que para llegar a la “verdadera” paz es
preciso realizar cambios sociales estructurales que pueden tardar unos diez
años, que él denomina “período de transición”. De acuerdo con el contenido de
su conferencia, en La Habana no se firmará la paz sino su comienzo: “Con la
firma del Acuerdo Final –como acordamos en el Acuerdo General- comienza un proceso integral y
simultáneo de dejación de armas y
reincorporación a la vida civil de las Farc…”(negrillas y subrayas mías). Es
decir, no se debe esperar la dejación de armas en un acto sino en un proceso de
diez años. Como quien dice, haciendo política, creando espacios para la fatal
combinación de todas las formas de lucha. El propósito de estas conversaciones
según Jaramillo, es iniciar una transformación de las regiones ya que se debe
evitar el error histórico de “pensar que un proceso de paz se trata simplemente
de la desmovilización de unos grupos, sin pensar en transformar los
territorios, sin pensar en cambiar radicalmente
las condiciones del territorio”. En medio de ese galimatías de “acordar” la firma de “acuerdos” para iniciar una transición
hacia un “acuerdo” final, quedamos a
merced de la incertidumbre. Es el precio de reconocer que las guerrillas
representan las aspiraciones de transformación de la población y que con ellas
se deben pactar transformaciones sociales profundas. Si eso no es reconocerles
representación, ¿entonces qué es?
El problema más grave al que
nos expone la idea de una transición
es lo que expresa Jaramillo sin ningún pudor y con total ligereza: “Los efectos
de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad.
Tenemos que redoblar esfuerzos y echar
mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones
nuevas en el terreno…para lograr las metas de la transición.” Aquí se
abre una puerta no ya a la incertidumbre sino al vacío. Pues, ¿Qué puede
significar mecanismos de excepción? ¿Convocar una asamblea constituyente o un
congresito? ¿Otorgar a las guerrillas la mitad o una altísima porción de cargos
de elección popular en concejos, asambleas y congreso? ¿Nombrar guerrilleros
como alcaldes, gobernadores y ministros? ¿Qué significa “medidas jurídicas”
extraordinarias? ¿Saltarse las normas del derecho internacional humanitario en
nombre de la paz? ¿Cero penas de prisión, amnistía general? ¿Qué quiere decir
“instituciones nuevas”? ¿Acaso no tiene todo esto un olor a la idea de
“refundar el estado” expresada por Iván Márquez en Oslo?
Las tesis del filósofo
Jaramillo expresan una claudicación del Estado colombiano puesto que entrega
elementos claves sin exigir lo mínimo que podía y debe exigir cualquier
gobierno legítimo, a saber, cese de acciones bélicas y disposición a dejar y
entregar las armas. Es inaudito que un alto funcionario gubernamental confiese
que “es inaceptable” mantener este conflicto como si esa fuese una decisión del
estado y no una imposición de las guerrillas, sin matizar, sin especificar a
quién le ha ido peor y a quien mejor, y sin pensar que esa declaración, en
cualquier mesa, supone una posición de inferioridad y le entrega a la
contraparte razones para exhibirse indemne luego de la ofensiva estatal de la
última década.
Tampoco se refiere al problema
jurídico que debía ser tenido en cuenta en razón del respeto al orden interno y
a las normas internacionales a las que nuestro país ha adherido y que
obligatoriamente hacen parte de nuestra constitución.
La posición oficial inspirada
en los planteamientos del filósofo causa confusión y desconfianza. Nos dice que
en La Habana no se firmará la paz, porque la paz no es la simple firma de una
declaración o el silenciamiento de las armas, ni, agrega con ironía, “entregar
un taxi o una panadería” a los desmovilizados. Lo que allá se busca es firmar
unas tareas y compromisos a realizar en un periodo llamado de TRANSICIÓN que
durará unos diez años, durante el cual se acometerán esos compromisos
trascendentales para alcanzar ahí sí la “verdadera paz”. No hay empacho ni pudor
en usar el lenguaje de las guerrillas que han pretendido colocarle apellidos a
la paz de tal forma que esta se alcanzaría al cabo de siglos y no de un
decenio. La paz se alcanzaría solo cuando estén resueltos los grandes problemas
sociales, económicos y políticos del país, entonces ahí “sobraran las armas”
como dicen en sus comunicados. Una concesión gratuita y peligrosa no porque
aluda a la justicia social por la que hay que luchar desde la civilidad y en
paz, sino porque terminamos dándole la razón al levantamiento armado contra una
democracia, a un proyecto que hunde sus raíces políticas en la teoría comunista
y como si ese proyecto hubiese sido acogido por las amplias masas populares.
Sería reconocer que no fracasaron, que tenían la razón, que no cometieron
crímenes inenarrables.
Cuando el presidente de la
república va a la ONU a pedir comprensión con el fuero interno del país, para
que se nos deje hacer la paz a nuestra manera y se entrevista con la Fiscal de
la CPI para pedir tolerancia con unas propuestas de impunidad judicial, uno se
ve obligado a pensar que desde ya se le están haciendo mandados a las Farc y al
ELN, para que puedan avenirse a la paz con impunidad. Y cuando el presidente
pretende, violando preceptos constitucionales, impulsar un referendo en fecha
similar a los de elección de cuerpos colegiados, para favorecer de paso sus
aspiraciones reeleccionistas y las de su alianza, y el Fiscal Montealegre
relativiza las normas internacionales y que es viable la excarcelación y
elegibilidad política de comandantes guerrilleros incursos en delitos de lesa
humanidad, entonces, cae uno en la cuenta de que las palabras de Jaramillo
están siendo seguidas desde ya y con mucha firmeza por parte del Ejecutivo, es
decir, ya estamos en presencia de las “medidas
extraordinarias”, o sea, inconstitucionales, para legitimar lo
ilegitimable.
Hay muchas más razones de orden
casuístico, del día a día, que alimentan el escepticismo de la población con un
proceso en el que se aprecia la repetición de una película ya vista y revista.
Una historia de enredos, de dislates, de dilación, de engaños, de
aprovechamientos, de exigencias imposibles o improcedentes, con las que la
opinión pública entiende, quiéralo o no el gobierno, que el estado se humilló,
esta vez sin necesidad, y que la guerrilla aprovecha para rehacer sus fuerzas,
restablecer redes, contactos, hacer la conferencia nacional más prolongada de
los últimos diez años, lavar su imagen ante el mundo y volver, tozudamente, a
las andanzas de siempre en nombre de un proyecto anacrónico.
A quienes vemos con
escepticismo esta obra de teatro del absurdo se nos tilda, burda y
maliciosamente de guerreristas. El buen lector, el fino observador de la vida
nacional sabe que no estamos llamando a la guerra ni al exterminio de los
guerrilleros ni a su humillación. La experiencia de fuertes guerrillas de El
Salvador y Guatemala, que negociaron reconociendo la supremacía de sus estados
es posible replicarla en Colombia. Pienso que los colombianos estamos maduros
para una paz sensata, sin impunidad, dispuesta a aceptar los términos generosos
de la Justicia Transicional. Una paz en la que el Estado y el gobierno de
turno, legitimados en las urnas emerjan victoriosos en tanto se mantenga
incólume la constitución de 1991 y, las reformas sociales que se requieren para
alcanzar mayores niveles de equidad y justicia se tramiten por vías
institucionales como procede en cualquier democracia.
Pienso que la intelectualidad
ilustrada y las distintas fuerzas de izquierda deben cesar en ese ejercicio
inocuo de brindar explicaciones sociológicas a un proyecto que no se las merece
y que es lógico y razonable que les retiren todo apoyo y simpatía a quienes, en
el fondo, son los responsables del fracaso de la izquierda decente, democrática
y moderada.
Ruben
Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
Colombia
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